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Nos encontramos en las montañas del interior de Alaska. Los bosques boreales de coníferas asfixian cada metro del putrefacto suelo ácido y mohoso con un perfil puntiagudo. El otoño toca a su fin y las primeras nubes oscuras y pesadas hacen acto de presencia sobre las cumbres más altas, advirtiendo la llegada del crudo invierno.
El quejido de los árboles desplomándose cercenados desde su base junto con el hostigador berreo de las sierras motoras se extiende por el bosque como un lamento agonizante. La actividad en la ladera de la montaña va produciendo claros enfermizos en el tapiz verde que forma el techo del bosque.
Sin embargo, en el suelo, algo ocurre. Algo se percibe en la humedad que lo impregna todo con una película angustiosa y en el musgo que cubre las rocas como una alfombra viviente. Es como la certeza de súbito ataque de un animal acorralado. La misma furia contenida. Se respira violencia en el aire, tibio y enrarecido.
A pocos minutos en camión-remolque a través de las sinuosas carreteras sin asfaltar que discurren oprimidas por la frondosidad, se llega a Moosecreek. Una pequeña población de poco más de un cuarto de millar de habitantes. Aislados del resto del mundo la mayor parte del año, únicamente ven alterada su monótona existencia con los pocos turistas que se atreven a adentrarse tanto en el “borough” del Yukon-Koyukuk.
Todas las personas en Moosecreek, desde los leñadores hasta los tenderos de los rústicos establecimientos, están relacionadas de forma directa o indirecta con la actividad maderera llevada a cabo por la empresa “BorealWoods. Inc”. Establecida en la zona tras la absorción a mediados de los ochenta de la pequeña empresa local de exportación maderera, fundada por descendientes de buscadores de oro, es la que actualmente posee el monopolio de explotación.
Los leñadores se afanan en talar los gruesos y ancestrales árboles lo más rápido posible. Esa misma mañana el capataz ha comunicado la necesidad imperiosa de dejar listo el último pedido antes de la llegada de una tormenta invernal anticipada que paralizará el trabajo durante semanas. Por ese motivo, y ante la amenaza de no cobrar nada si no se cumple con el plazo, el trabajo de medio mes deberá ser llevado a cabo en tan sólo una semana. Aunque ello suponga infringir la ley, talando árboles de una reserva natural próxima.
Lo que ellos desconocen, es lo que allí permanece aletargado y que está a punto de ser liberado. Los nativos Koyukon lo conocen por el nombre de “el espíritu maligno que posee” y pronto nos enseñará que hay lugares que deben ser respetados o por el contrario, temidos.
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